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Ramón Mendoza, amigo combatiente
Ampliar la imagenEn diciembre pasado Ramón Mendoza presentó con Carlos Montemayor La fuga, novela que relata las peripecias de su escapatoria de las Islas Marías. La imagen muestra el momento de su detención, décadas atrás Foto: Jolly Bustos
Ampliar la imagenEn septiembre de 2003, algunos de los sobrevivientes del asalto al cuartel de Madera, en 1965, se reunieron con motivo de la presentación del libro Las armas del alba, después de 38 años de no verse. Aparecen Álvaro Ríos, Salvador Gaytán, Ramón Mendoza, Florencio Lugo, el escritor Carlos Montemayor, Matías Fernández y Francisco Ornelas Foto: Cristina Rodríguez
Pocas veces un novelista tiene el privilegio de presentar un libro acompañado de su personaje central. Este privilegio lo viví con Ramón Mendoza varias veces. Ramón Mendoza es uno de los personajes literarios relevantes en mi novela Las armas del alba y es el personaje central en La fuga, obra que hace un par de meses publicó el Fondo de Cultura Económica. Presentamos juntos este libro reciente en Gómez Palacio, en Chihuahua y en Ciudad Juárez.
Ramón Mendoza fue uno de los grandes combatientes de la sierra de Chihuahua. Fue uno de los sobrevivientes del asalto al cuartel militar de Ciudad Madera el 23 de septiembre de 1965. Fue el que recibió la orden de Arturo Gámiz para efectuar el primer disparo: romper una bombilla encendida en la puerta del cuartel como señal del inicio del ataque. A lo largo de numerosas horas de conversación, de numerosos encuentros en la sierra y en la ciudad de Chihuahua; a lo largo de muchos años, fui descubriendo con él la trama de los hechos del primer Grupo Popular Guerrillero que desde 1964 se levantó en armas en la sierra de Chihuahua, en la región maderense, en Cebadilla de Dolores. La información histórica y política que Ramón proporcionó fue esencial para conocer y completar los acontecimientos que fui desplegando en la trama y episodios de la novela Las armas del alba, y fue también esencial para encontrar e integrar las versiones de otros compañeros participantes.
Algunos de los sobrevivientes de ese asalto del 23 de septiembre de 1965 no volvieron a verse sino muchos años después, cuando presentamos la novela Las armas del alba en Chihuahua, el 23 de septiembre de 2003. En esa ocasión se reunieron en casa de Eduardo Gómez, hijo del doctor Pablo Gómez, entre periodistas y familiares, varios de los antiguos amigos y ex guerrilleros: Salvador Gaytán, Saúl Ornelas, Paco Ornelas, Florencio Lugo, Juan Matías Fernández, Álvaro Ríos y, claro, Ramón Mendoza.
Ramón fue uno de los más singulares integrantes de ese grupo, en el que se distinguían con las armas figuras tan respetadas como Salomón y Salvador Gaytán, Lupito Escóbel, Florencio Lugo y Matías Fernández. Ramón fue uno de los mejores tiradores del grupo; él y Salvador Gaytán poseían una notable técnica con las armas y un insuperable sentido de la oportunidad y del autocontrol en situaciones de peligro.
Mi papá siempre tuvo rifle y pistola, me dijo. Cuando yo tenía 12 años, me enseñó los secretos de las armas que él sabía manejar. Un día se me iba a ofrecer, ¿verdad? Yo agarro la pistola y la amartillo con este dedo. Por ejemplo, se jala con la pura yema del dedo, para que no se mueva el arma al momento de disparar. Luego le veo el grano que se debe cortar de acuerdo con la mira. Hay que tirar un tiro o dos, y ya darse cuenta cómo hay que agarrarle el granito, más granito o más finito, o que vaya rozando el grano, a veces más abajito del grano. Ya más o menos sé qué cantidad de grano le voy a agarrar. No soy como los soldados que tiran a los pies para pegar en la cabeza. Ellos le apuntan abajo para dar arriba. Tienen academia, pero no se fijan en la cantidad de parque que hay que cuidar. Y nosotros no. Si traemos cartuchos, tenemos que cuidarlos.
Además de su talento como tirador y de su conocimiento de la sierra, aspectos que lo hacían respetable y valioso para el grupo, disponía de un talento también peculiar en la conversación, en la elegancia del lenguaje, en su concisión. En un grupo donde destacaban grandes oradores y maestros como Pablo Gómez, Arturo Gámiz u Óscar González, Ramón conservaba el castellano limpio y conciso de la sierra, tan limpio y directo como el mejor castellano antiguo; tan justo y elegante que en él parecía traslucirse la cadencia y precisión del viejo latín.
Grabé la mayor parte de nuestras conversaciones. Cuando nos reuníamos en la sierra, en su casa de Ciudad Madera, donde su esposa nos atendía con la gran y natural hospitalidad de la sierra, me acompañaba Gabino Gómez y en ocasiones su hermano Isaí o su esposa Alma, y participaban de la conversación. La memoria de Ramón era magnífica y sus aportaciones a la historia política de la sierra de Chihuahua serán utilísimas por mucho tiempo. Tanto los registros en audio como las transcripciones mecanográficas de nuestras conversaciones podrán ser consultadas en breve en la Biblioteca de laUNIVERSIDADAutónoma de Ciudad Juárez, institución a la que entregaré éste y otros archivos.
El pasado 7 de diciembre, en Ciudad Juárez, en la librería de laUNIVERSIDAD, presentamos juntos La fuga, novela que describe las peripecias de su fuga de las Islas Marías y de su recorrido por el océano, por las costas de Nayarit, las tierras del sur de Sinaloa y la sierra de Badiraguato. Esa tarde estaba contento, pero fatigado. Cenamos en la noche, después de la presentación, con mi amigo Elías Morales, médico internista y cirujano, que nos expuso largamente los riesgos que eran ya visibles en su salud, particularmente en el aspecto cardiovascular. El médico recomendó no invitarlo a la ciudad de México a presentar la novela, pues su salud se vería en grave riesgo, hasta en tanto se sometiera a un tratamiento cuidadoso. Pero al mes falleció, al amanecer el 10 de enero. La siguiente reflexión sobre la libertad, que incluyo en la novela La fuga, intenta ser un homenaje a él y a su generosa y brillante generación.
No me he podido explicar por qué no sentía la libertad en tantos días. Pienso que no era suficiente quedar cada vez a salvo. En el mar, por ejemplo, nadie puede sentirse libre. Es una inmensidad que a todos domina. El peligro, la fragilidad de esa libertad era quizás lo más difícil de aceptar. Claro, nada nos asegura de riesgos en ningún momento, estemos libres o cautivos. Pero andábamos en un filo de navaja: un punto ciego nos guiaba hacia la libertad plena o nos podía regresar hacia un cautiverio más cruel porque fracasar era un peligro más aterrador que ser apresados de nuevo. Quiero decir, no era el hecho de ser recapturados por los soldados; creo que a mí no me preocupaba eso. A Mono Blanco sí. Varias veces me sorprendió su inseguridad. Un hombre tan valeroso en el mar no podía ser tan cobarde en tierra firme. Tuve que ser muy enérgico con él y reclamarle ya no sólo cordura, sino valor. Lo que son las cosas, ¿verdad? Mono Blanco se asustó porque pensaba que nos volverían a capturar. A mí me preocupaban otras cosas. Me incomodaba que no fuera permanente mi libertad, que no la sintiera firme en todo momento. No me preguntaba por qué tenía esa angustia. Debía encontrar una ruta segura, claro, debía tener precauciones, era evidente. Pero lo incómodo era la sensación de que mi libertad no fuera plena. O haciendo memoria, que quizás mi libertad nunca había sido plena. Yo había combatido antes porque los campesinos no tenían libertad para vivir en sus propias tierras, ¿ve usted? Luego tuve que combatir para sobrevivir. Ahora volvía a lo mismo. Como si en mi destino la libertad fuera sólo un asunto pasajero, una advertencia riesgosa, casi tan mínima como la fragancia del bosque, o después el olor de los esteros o de las costas, algo que podía disiparse y perderse para siempre. Y yo recordaba ese aroma, quería no perderlo, recobrarlo. Creo que esto me incomodaba, sentir que era algo breve. Que luchaba por algo inasible, por una cosa transparente y delicada, que no podía sujetar entre las manos con toda mi fuerza.