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Recuerdos de los años 60
Gilberto López y Rivas /I
Recuerdos de los años 60
La Preparatoria 7 de la UNAM, que fundó nuestra generación en 1960, se encontraba en pleno Centro Histórico de la Ciudad de México, en la calle de Licenciado Primo de Verdad, apenas a unos metros del ala norte del Palacio Nacional. Como la mayoría de las instituciones públicas de educación superior en aquel tiempo, la preparatoria era un centro de actividades políticas y culturales marcadas por la clara hegemonía de la ideología proveniente de la izquierda marxista entre estudiantes y profesores, y por un acontecimiento que estremeció de una manera u otra a todos los latinoamericanos conscientes políticamente: el triunfo de la Revolución Cubana el primer día del año de 1959. Cuando se observa en retrospectiva, 55 años después, esta resistencia del pueblo y el gobierno cubanos a la acción de Estados Unidos y sus aliados y se hace recuento de los numerosos procesos revolucionarios, democráticos y aun tímidamente nacionalistas abortados por la acción conjunta de fuerzas internas y los conocidos instrumentos subversivos estadunidenses, se constata lo inconmensurable de la tarea realizada por este pequeño país que ha decidido desde entonces soberanamente su destino por más de cinco largas décadas.
En esos históricos días que siguieron al triunfo rebelde y su entrada apoteósica a La Habana, las figuras de los jóvenes dirigentes del Movimiento 26 de Julio, el Che y Fidel, principalmente, su radicalismo armado, su desenfado y originalidad en formas discursivas e indumentarias, y su rápido accionar en favor del pueblo y en contra del imperialismo estadunidense, impactaron nuestra imaginación y estimularon las voluntades y esperanzas del triunfo del socialismo en el resto de América Latina.
Recuerdo todavía, sería mediados del año de 1960, un documental en película de ocho milímetros exhibido en una de las aulas llena de estudiantes de la preparatoria, en el que aparecía Fidel Castro en La Habana pronunciando un discurso en una Plaza de la Revolución a reventar, con su voz de menos a más, sus movimientos de manos circulares para mayor énfasis: "Democracia es esta que le da el fusil a los obreros, que le da el fusil a los campesinos, que le da el fusil a las mujeres, que le da el fusil a los estudiantes, y esto sólo lo puede hacer un gobierno verdaderamente democrático". Era una lógica de pedagogía política contundente, directa, para quienes cada vez que salíamos a la calle a defender esa revolución, o exigir la libertad de los presos políticos, recibíamos una dosis de democracia "a la mexicana" del heroico cuerpo de granaderos en forma de gases y toletazos, que algún iluso patriota en una ocasión intentó detener en una esquina de la calle de Bolívar, en el Centro Histórico, encaramado a un poste del alumbrado público, entonando el Himno Nacional, sin que tan loable acto fuera comprendido por los atacantes, que le dieron, eso sí, una patriótica paliza.
El país, como siempre, pasaba por una situación difícil. Recién en 1959, durante la presidencia de Adolfo López Mateos, se había reprimido brutalmente la huelga de los ferrocarrileros y encarcelado a sus principales dirigentes, Valentín Campa y Demetrio Vallejo; el movimiento magisterial encabezado por el profesor Othón Salazar –fallecido en 2008 después de una vida de congruencia y entrega a la causa del sindicalismo independiente y la revolución– era también hostigado por las fuerzas policiacas e, incluso, como parte de los simpatizantes convocados a un mitin magisterial, todavía me tocó emprender una retirada precipitada ante una carga de caballería de los esbirros, con sable en mano, en la calle de San Cosme, frente a la Escuela Normal Superior, contra alumnos y profesores normalistas.
La principal consigna de esos años, "libertad a los presos políticos", sintetizaba la indignación de amplios sectores, particularmente de los estudiantes, quienes se movilizaban por medio de nutridas marchas en protesta por la política antidemocrática y autoritaria del régimen. De hecho, la primera manifestación que presencié en mi vida fue la de un profuso contingente de alumnos de la UNAM reclamando la libertad de los presos en 1960. Yo me encontraba en una parada de autobús a un lado del Palacio de Bellas Artes y fue tal el impacto al observar el nutrido contingente que sin pensarlo mucho me uní a la marcha, fuertemente motivado por su festiva mezcla de indignación y desmadre juvenil.
En la preparatoria el estudio se imbricaba dialécticamente con todas las formas de acción política imaginables. Las actividades culturales eran una vía para dirimir nuestros debates con los estudiantes de la derecha universitaria: si ellos creaban el "Liceo Alfonso Reyes", nosotros organizábamos como contraparte el "Pablo Neruda". En este grupo cultural estaban, ya como escritores juveniles, José Agustín y René Avilés, quienes han recreado en algunas novelas esa década de los 60 en los ámbitos estudiantil y urbano. Participábamos en todos los concursos de poesía, oratoria y declamación que organizaban las autoridades universitarias, y al ganarlos casi todos, demostrábamos, o así lo creíamos al menos, la superioridad de la izquierda, del marxismo y de quienes en sus filas militábamos. Sin embargo, aparte del engreimiento propio de la edad y de los nuevos conversos, actuábamos de buena fe, sin esperar nada y sabiendo que, por el contrario, era muy factible la represión, la cárcel, la tortura y hasta, si uno se ponía dramático, la muerte. Incluso en el interior de la preparatoria se extendía la mano represiva del régimen a través de la actividad constante de los porros, golpeadores profesionales organizados, solapados y pagados por las propias autoridades (como hasta el día de hoy), e infiltrados por la policía para mantener a raya al movimiento estudiantil. Los porros propinaban severas golpizas a quienes se identificaban como posibles dirigentes y mantenían en zozobra la vida de la escuela con frecuentes peleas interestudiantiles que ellos provocaban para mantener desunido al estudiantado, llegando incluso a sitiar locales que eran defendidos o atacados con piedras desde las azoteas y combates con cadenas, bóxers e incluso armas blancas y de fuego. Fue el movimiento estudiantil del 68 el que expulsaría a estos sicarios del poder por unos años.
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