sábado, 23 de noviembre de 2013

Movimiento magisterial de 1958 en México Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM)

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El Movimiento magisterial de 1958 en México fueron una serie de huelgas y un movimiento social en la que participaron maestros, intelectuales, obreros y profesionistas y que fue reprimido por el gobierno mexicano.
En el mes de abril de 1958 el Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM) salió de nuevo a las calles; pues ya en 1956 el Frente Sindical Magisterial encabezado por Othón Salazar había organizado la lucha de la sección novena del SNTE con el fin de pedir mejoras salariales. Contagiados por la lucha de otros sindicatos, como el de los telegrafistas, el de los ferrocarrileros y el de los médicos. Es así que en pleno periodo electoral, los maestros de primaria emplazaron a la Secretaría de Educación Pública el 14% de aumento salarial o en su defecto, irse a la huelga.
Hace ya 20 años que los maestros se habían entregado al ideario cardenista, sin embargo, nunca llegó la continuación del cardenismo, pues el sistema de educación pública se deterioró bastante y el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines congeló su salario, pidiendo compresión y paciencia a un magisterio que engrosaba los índices de pauperización y pobreza nacional.
El 12 de abril de 1958 se desbordó ese descontento, pues los maestros de primaria invadieron el Zócalo. La respuesta de las autoridades no se hizo esperar, habiendo varios muertos y decenas de heridos. Lejos de resolver el movimiento, la política de intolerancia gubernista le dio un nuevo sesgo.
El 19 de abril el MRM organizó una marcha del monumento a la revolución hasta la Plaza de la Constitución, exigiendo, además de su aumento salarial, castigo a las autoridades culpables. Ese mismo día, los maestros de la sección novena suspendieron labores y los dirigentes del MRM desconocieron a los líderes sindicales y entregaron el pliego petitorio a laSEP que intentó evadir el conflicto y cerrar las puertas. La respuesta de la SEP, fue simple, una provocación, ya que decían que la solución magisterial tendría que hacerse por conducto del sindicato, pues no se podían resolver los problemas con movimientos ilegales.
A pesar de la evasión de las autoridades, el movimiento magisterial no se desalentó. El 30 de abril, el MRM decidió tomar los patios de las oficinas de la SEP, hasta no ver una solución al conflicto. La ocupación de la SEP por los othonistas fue durante casi un mes, más de 1,500 maestros realizaron dos mítines diarios en los patios del edificio de las calles de Argentina y González Obregón.
Los maestros, que exigían el cese de la violencia, imponían de facto el derecho de huelga y emplazaban al gobierno en sus propios recintos. La ocupación de la SEP encendió pasiones nada ocultas con la iniciativa privada, que pedía el desalojo por la fuerza. La CANACINTRA exigía el control de la situación al costo que fuera; la Asociación de Banqueros pedía una limpieza total de socialistas y comunistas de las escuelas y los empresarios regiomontanos pedían que fuera declarado un estado de sitio. Sin embargo, la indecisión del gobierno provocada por la campaña electoral, dio solución al conflicto.
El 7 de septiembre, cuando el MRM se proponía realizar una manifestación para exigir el reconocimiento de la nueva dirigencia sindical y apoyar las demandas de los ferrocarrileros, los maestros fueron reprimidos de forma violenta. Antes de la realización del mitin, Othón Salazar y los principales dirigentes fueron aprehendidos y torturados.
participaron sectores como la SEP y MRM.

Cuadernos Políticos, número 29, México, D. F., editorial Era, julio-septiembre de 1981, pp. 83-92.
Crónica
Barry Carr
Impresiones del XIX Congreso
del PCM, 1981
Han transcurrido veintiún años desde el histórico XIII Congreso del Partido Comunista Mexicano, en
1960, que marcó el fin de dos décadas de estancamiento y erróneas direcciones en el movimiento
comunista. En 1960, apenas setenta y seis delegados se reunieron en condiciones de una
clandestinidad rigurosamente forzada, en medio de la secuela de una salvaje aleada de represión
gubernamental desatada contra el movimiento obrero en los dos años anteriores. La sede del congreso
fue una casa privada del sur de la ciudad de México, que antes había sido una casa de citas. En marzo
de 1981,el XIX Congreso del PCM se reunió en los espaciosos alrededores del todavía incompleto y
lujoso Hotel de México, un edificio que por cierto fue obra de Manuel Suárez, el mecenas y amigo de
David Alfaro Sequeiros, la figura partidaria más ilustre y controvertida. Esta vez se reunieron 550
delegados (290con derecho de voto), en medio de considerable publicidad, para discutir temas,
muchos de los cuales ya habían recibido amplia difusión fuera de los mismos círculos del partido. El
abismo que separa a estos dos congresos es una medida de los cambios que han ocurrido no sólo en el
PCM sino también al nivel más amplio de la política mexicana.
En 1960, el PCM estaba al borde de la liquidación. El largo encinato de veinte años se había
caracterizado por torpes deformaciones del concepto de centralismo democrático y una fatal tradición
de profundas y desquiciantes divisiones y expulsiones (1940, 1943, 1958, la formación del Partido
Obrero Campesino en 1950, etcétera). El partido había aceptado acríticamente muchos de los
elementos de la “Ideología de la Revolución Mexicana” (en los años cuarenta esto había conducido a
intentos, por parte del PCM, para unirse al partido oficial) y se había subordinado, con frecuencia
servilmente, al “marxismo legal” de Lombardo Toledano. Todavía peor, la dirigencia veía con
desconfianza –si no es que se oponía tajantemente- a las luchas por la democracia sindical entre los
maestros, ferrocarrileros y telegrafistas durante la última parte de los años cincuenta. En el periodo
1957-1960, una lucha interna, originada en el Distrito Federal, inauguró la primera gran renovación en
el estilo y conducción partidarios y culminó en la remoción de los órganos directivos del PCM de la
mayoría de los dirigentes adictos a Encina. El XIII Congreso inauguró una época de mayor democracia
partidaria interna, un mayor entendimiento de las peculiaridades de la sociedad mexicana, el rechazo
de muchas políticas sectarias en el área sindical (por ejemplo, el paralelismo) y una política de firme
independencia en la arena internacional. Lo más importante de todo es que el PCM se comprometió
nuevamente, con energía no vista desde el sexenio de Cárdenas, con la insurgencia obrera y
campesina, y con luchas populares como las del movimiento estudiantil de 1968. Pero la renovación
del PCM fue un lento y contradictorio proceso. Todavía hubo nuevas expulsiones; algunas (como la
salida de los maoístas) estaban ligadas a divergencias dentro del movimiento comunista internacional;
otras, tales como la expulsión en 1961 del grupo de Guillermo Rousset en el Distrito Federal y la
expulsión de Manuel Terrazas y otros en 1973, revivieron el espectro de las fraticidas luchas del
pasado.
A pesar de su incondicional compromiso con las luchas partidarias en los años sesenta y setenta, la
presencia partidaria entre las masas urbanas y rurales era extremadamente limitada. Un síntoma de
esto fue el fracaso en establecer una presencia duradera dentro de la clase obrera, que había crecido
inmensamente, más allá de unos pocos tradicionales reductos de apoyo entre los ferrocarriles y obreros
metalúrgicos. Pero la debilidad del PCM como partido de masas también se echaba de ver en los datos
de su membresía caracterizada por una alta rotación de militares y poco crecimiento en los quince años
que siguieron al XIII Congreso. En 1974, de acuerdo con el entonces secretario de Organización
Arturo Martínez Nateras, el partido contaba con unos mil cuatrocientos afiliados, incluyendo un
núcleo de sólo ochocientos militares activos, una lamentable caída de los treinta mil miembros que el
PCM tenía al final de la presidencia de Cárdenas (cifra obviamente inflada, pero de todos modos
impresionante). Por último, la democracia interna era todavía más fuerte en el papel que en la práctica
cotidiana del partido. No obstante estos defectos, el partido recibió nueva sangre en la forma de una
generación de jóvenes radicalizados por los acontecimientos de 1968 y por la explosión del interés en
el marxismo que ocurrió en los años setenta.
La Reforma Política impulsada en 1977 fue una espada de doble filo para el PCM, y para la
izquierda mexicana dejó abiertas nuevas perspectivas y creó nuevos problemas. Significó una arena
más amplia para la acción y el partido aumentó su membresía a su total presente de alrededor de
dieciséis mil afiliados, con una larga proporción de éstos reclutados durante las campañas electorales
de 1979 y 1980. Pero el ritmo de reclutamiento fue tan rápido, y la capacidad del partido tan limitada
para absorber nuevos miembros, que una gran cantidad de ellos no ha sido todavía plenamente
incorporada a la vida partidaria. En la nueva arena creada por su legalización, el PCM ha sido capaz de
conquistar para sí una nueva respetabilidad, principalmente entre la clase media urbana, y nuevos
canales de comunicación con otros grupos. En las cercanías del congreso de 1981, el partido se había
convertido ya en una parte “normal” de la vida política para un segmento sustancial de la población
mexicana. Esta nueva situación quedó reflejada en los cerca de tres cuartos de millón de votos y en las
dieciocho curules ganadas en la Cámara de Diputados por la Coalición de Izquierda en las elecciones
de 1979, así como en la presencia de columnistas del PCM en la prensa diaria de la ciudad de México
(Valentín Campa, Arturo Martínez Nateras, Roger Bartra, Eduardo Montes, para nombrar unos pocos)
y en el siempre creciente número de revistas tales como Dí, Machete y Crítica Política. Fuera de la
ciudad de México, el PCM fue capaz de construir una presencia modesta en ciertas legislaturas
estatales, y ganar algunos municipios (en alianza con la COCEI, en Juchitán y Alcozauca en la
montaña de Guerrero).
No obstante, igualmente importantes fueron los problemas enfrentados por el PCM en aprender a
sujetarse a las nuevas circunstancias creadas por la Reforma Política. ¿Cómo podría ligarse el trabajo
parlamentario con las luchas populares concretas en los barrios y lugares de trabajo, y cómo podría
responder la izquierda a la inesperada estabilización y recomposición del capitalismo mexicano que
siguió a la aguda crisis coyuntural de 1975-1977?
En los cuatro años anteriores al XIV Congreso, en rigor desde el XVIII Congreso de 1977, se había
desarrollado una amplia y variada crítica sobre la dirección y estilo del PCM basada principalmente en
el Distrito Federal; entre los críticos se contaba un número creciente de miembros del comité central.
Hasta fines de 1980, este cuestionamiento no trascendió los límites del discurso partidario interno;
pero la situación cambió dramáticamente con la publicación, en noviembre de 1980, de una carta
abierta en Excélsior, firmada por trece miembros del Comité Central. El documento, titulado Por la
renovación del Partido Comunista Mexicano, centraba su crítica del PCM en torno a una variada de
problemas. Los firmantes denunciaban el creciente eclecticismo de los documentos partidarios y
pensaban que tal conducta, que toleraba la coexistencia de formulaciones a menudo antagónicas,
creaba confusión en la base del partido. Además, se argumentaba que esta “dispersión ideológica”
había abierto el camino para la continuidad de la dominación del partido por parte del aparato y los
dirigentes profesionales.
El segundo tema del documento se centraba en torno a la acusación de que la actividad
parlamentaria había distraído recursos escasos y energías en tareas alejadas del trabajo directo con una
clase obrera cada vez más militante, y con una creciente red de movimientos populares. El resultado
era la transformación del PCM en un “partido de opinión” más que un “partido de acción”. Síntoma de
este proceso era la creciente hegemonía, dentro del partido, de los intelectuales, empleados y
profesionales, y la ausencia de afiliados de base pertenecientes a la clase obrera. En consecuencia, la
tarea que enfrentaba el PCM era la elaboración de métodos de trabajo y formas de organización que
permitieran al partido transformarse en una “continuación auténtica del movimiento popular
mexicano”. El documento concluía con un llamado a la unidad en torno al reconocimiento de la
legitimidad de las corrientes de opinión dentro del partido.
Aunque no se mencionaba específicamente en Por la renovación…, otra de las preocupaciones de
los “renovadores”, como fueron llamados a partir de entonces, se vinculaba con la continuada carencia
de claridad de la noción del PCM del “gobierno de coalición democrática”, que ya había estimulado el
desarrollo de concepciones oportunistas que vislumbraban a diputados comunistas en un gabinete
dominado por el PRI. También se planteaban críticas a la política de alianzas del partido, en partido,
en particular la política de otorgar prioridad a la colaboración con los epígonos del lombardismo
(como el PPM y el MAUS) a expensas de un marco más amplio de alianzas con grupos ubicados más
a la izquierda, particularmente el PRT trotskista.
La respuesta de la posición de la mayoría en el Comité Central fue rápida. Los renovadores fueron
acusados de abrazar el “obrerismo” y de ignorar los esfuerzos realizados por el partido para ligarse a
las luchas obreras. La crítica a la estrategia parlamentaria del PCM se percibió como el resurgimiento
de los viejos prejuicios antipolíticos que planteaban una falsa dicotomía entre trabajo de masas y
actividad parlamentaria. El documento de noviembre, se argumentaba, parecía oscilar entre una
oposición a la estrategia parlamentaria y una crítica a la capacidad organizativa, debilidad práctica e
inexperiencia de los diputados de la Coalición de Izquierda. Por último –y esto era lo más serio- había
un claro intento de presentar el documento de Excélsior y a sus autores como evidencia del creciente
fraccionalismo dentro del partido.
Dado que los renovadores no eran un grupo o fracción homogéneos, sus concepciones vinieron
rápidamente a incluir un amplio espectro de posiciones sostenidas dentro del PCM; desde las más
viejas, más conservadoras y prosoviéticas de figuras como Gerardo Unzueta, a las posiciones más
“modernizantes” de intelectuales como Roger Bartra quien, aunque sin ser en estricto sentido un
proponente de la estrategia eurocomunista, ciertamente se vinculaba con muchas de las
preocupaciones de los partidos comunitas italiano y español, en especial con el aspecto vinculado a la
importancia de la lucha en la sociedad civil. En efecto, la revista El Machete, dirigida por Bartra y que
representaba un intento del PCM por llegar a un amplio sector de la izquierda mediante un ágil
formato de artículos polémicos e iconoclastas sobre asuntos políticos, culturales y sexuales, llegó a
identificarse con el campo de los antirrenovadores. Bartra repetidamente acusó a la tendencia
renovadora de revivir las estrechas concepciones “activistas” y “obreristas” de las tareas de los
militantes partidarios, y de confundir la noción de la lucha en la sociedad civil con el simple interés en
la opinión pública. Además, identificaba a los rebeldes del comité central como stalinistas con una
nueva máscara, arguyendo que les quedaba mejor la descripción de “restauradores” que la de
“renovadores”. A su vez, para “los trece” no había mejor ejemplo de los peligros de la dispersión
ideológica que el enfoque de El Machete, que ellos veían como snob, pobremente definido y negador
de las diarias luchas de los trabajadores y campesinos mexicanos. También advertían que mientras
Oposición llegó eventualmente publicar el manifiesto de noviembre, El Machete lo había rechazado.
Para un observador externo, lo desusado –ciertamente sorprendente- sobre el debate era su carácter
abierto y masivo. Para aquellas muchas gentes que por mucho tiempo se habían acostumbrado a
guardar estrechamente acorralados los debates dentro de la estructura interna de la prensa partidaria
esto, obviamente, era un desarrollo alarmante. Cualesquiera fueren los motivos de los renovadores al
elegir un periódico burgués para diseminar sus concepciones –parecía como si se hubiese pensado en
crear un debate lo más amplio posible-, el impacto de su acción fue considerable. La explosión de
interés público que el debate interno partidario despertó fue un indicador de la creciente, aunque
desigual, inserción del PCM en la vida política mexicana; este fenómeno fue una de las más positivas e
inevitables consecuencias de la estrategia global que la dirección del partido había perseguido desde
1977. Los problemas a debatir ya no se restringían al mundo del partido sino que también se
relacionaban con sectores más amplios de la izquierda mexicana, cuestión que señalaban muchos de
los literalmente cientos de artículos y comentarios dedicados al XIX Congreso y a las discusiones
preparatorias. En suma, el intenso interés creado por el reto de los renovadores sirvió para crear un
clima de considerable anticipación y expectativa alrededor del XIX Congreso en donde, se suponía, las
cuestiones fundamentales debatidas durante los seis meses previos estructurarían la discusión y,
quizás, llegarían a inaugurar una nueva era en la historia del partido.
¿Qué clase de congreso sería el XIX? ¿Sería otro ejemplo de la vieja tradición de los congresos
comunistas, en los cuales las resoluciones las decidía de antemano la dirección y los delegados sólo
tenían un papel en su mayor parte ritual? ¿Se trataría de un verdadero foro de discusión democrática y
una experiencia de aprendizaje para los delegados? ¿Se resolverían las diferencias internas dentro del
partido mediante el expediente de la expulsión o de tácticas diversionistas como había ocurrido en el
pasado?
EL XIX CONGRESO
La primera noche del congreso se utilizó para la lectura del informe del secretario general y para la
recepción de felicitaciones de los delegados fraternales de los partidos comunistas del mundo, y de
grupos y partidos de izquierda de México. El principal salón del Hotel de México estaba repleto de
delegados y miembros de la prensa, y había un notable sentimiento de tensión y excitación. Nadie
familiarizado con la historia del PCM podría dejar de conmoverse al ver a algunas figuras reunidas en
la tribuna. Allí estaba Valentín Campa, miembro de la Comisión ejecutiva y candidato oficial a
presidente por el PCM en 1976. Expulsado del partido en 1940, había sufrido veinte años de la más
obscena vilificación por parte de sus excamaradas. Ahora, veintiún años después de su regreso al
PCM, él, más que ningún otro, simbolizaba la histórica continuidad de la tradición radical del PCM; en
los momentos en que se mencionaba su nombre, el congreso se ponía de pie para gritar “Campa,
Campa, Campa” con fervor casi religioso. Cerca de él estaba sentado Miguel Ángel Velasco, dirigente
del MAUS, uno de los grupos integrantes de la Coalición de Izquierda, otra víctima de la manía de
expulsión de los años cuarentas, y fundador de Acción Socialista Unificada y, posteriormente,
miembro del POC. Otro recordatorio del conflicto pasado del PCM ocurrió cuando Arnoldo Martínez
Verdugo presentó a Dionisio Encina, víctima a su vez de la gran lucha interna de 1957-1960. Esto lo
interpretaron con evidente alarma, si no es que paranoia, algunos de los renovadores; la insinuación de
un inminente contragolpe conservador.
El informe fue muy largo y denso y la lectura demoró cerca de cuatro horas. Además de los
aplausos cuando se hicieron referencias a El Salvador, Cuba y Nicaragua, la respuesta más
significativa por parte de los delegados vino cuando el secretario general criticó la intervención
soviética en Afganistán. Esto provocó un número sorprendentemente grande de gritos de
desaprobación, demostración, quizás, de la profunda simpatía y fidelidad de la base hacia la Unión
Soviética, fenómeno frecuentemente oscurecido por la aparente unanimidad de la conducción
partidaria en sus posturas independientes y críticas respecto de las relaciones comunistas
internacionales. Sin embargo, fue la cuarta sección del Informe la que atrajo la mayor atención, y la
que dominó la discusión en el Congreso durante los próximos cinco días.
El reporte del secretario general contenía referencias críticas a la posición de la minoría dentro del
comité central y a la forma en que ésta había difundido sus puntos de vista. Varios de los renovadores
fueron criticados: Enrique Semo por abogar por un modelo pluralista para la organización del PCM, y
Joel Ortega, la figura más iconoclasta de la minoría, por proponer que la composición del comité
central reflejara formalmente la fuerza proporcional de las corrientes de opinión dentro del partido.
Cuando Martínez Verdugo comentó las opiniones de Joel Ortega, otro miembro del grupo de los
Renovadores pronunció un furioso grito de “¡No es cierto!”. También hubo aplausos de algunas
secciones de los delegados a la asamblea cuando el secretario general mencionó la posibilidad de
aplicar sanciones contra aquellos responsables de crear “grupos de presión”. Aunque el comentario
sobre los “grupos de presión” estaba dirigido contra algunos casos notorios de corrupción política y
oportunismo en comités estatales (el caso más conocido era el de la sección universitaria del PCM en
Nuevo León), y no contra los renovadores, la mención conjunta de las referencias, sea por accidente o
premeditadamente, creó la impresión de que se podría tomar acción disciplinaria contra “los trece”.
Dada la manera candente en que esta cuestión fue planteada, y el obvio interés de la minoría en
defenderse de los ataques efectuados por Arnoldo Martínez Verdugo, el XIX congreso parecía
destinado a que lo dominaran los estrechos aunque cruciales problemas planteados respecto al debate
de la democracia partidaria interna. La mención a acciones disciplinarias, y la obvia simpatía que
despertaba esto entre muchos delegados, dejaron una nota sombría y tensa al concluir la primera noche
de sesión.
No estaba del todo claro esa primera noche cómo los delegados del partido responderían a las
innumerables preguntas planteadas durante el “gran debate” de los cuatro meses precedentes. En
realidad, no estaba para nada claro que las cuestiones que se habían originado en la cúpula de la
organización partidaria habían sido adecuadamente ventiladas fuera de los estrechos límites del distrito
Federal y del Valle de México. En un país grande como México y con una gran desigualdad en el
acceso a la información que por largo tiempo había caracterizado al Partido Comunista Mexicano,
parecía probable que muchos delegados tendrían su primera confrontación real con estos asuntos en
los salones del mismo congreso. Claramente, en cualquier debate interno o lucha la conducción
partidaria disfruta de un número de importantes ventajas. La más importante, entre todas, es su control
sobre los trabajadores de tiempo completo del partido –su “aparato profesional”-; pero una barrera más
difícil de cambiar era el conservadurismo de la prensa del partido que abría sus páginas a las
concepciones “disidentes” con alguna reticencia. Otro importante obstáculo para un debate a fondo era
la prohibición en los estatutos de contactos horizontales entre los grupos de base del partido. Esta
circunstancia bloqueaba de hecho el camino para el diálogo creativo entre los miembros de base del
PCM. En los diversos congresos locales que fueron convocados para discutir las Tesis, los Estatutos y
el Programa del XIX Congreso, la minoría del comité central, con una o dos excepciones, no fue
invitada a exponer su caso. Las limitaciones al derecho a difundir e informar invariablemente
significaban que, en muchos sectores del partido, los argumentos de los grupos de la minoría dentro
del Comité Central estuvieran a su disposición sólo en la forma de la frecuentemente poco confiable y
caricaturesca versión difundida por la conducción del PCM. En consecuencia, el congreso nacional
proporcionaba una oportunidad única para escuchar las más importantes cuestiones políticoideológicas
ventiladas no sólo durante los debates formales, sino también al margen de las sesiones del
congreso, entre tazas de café y almuerzos y, para los delegados de fuera de la ciudad de México, en las
habitaciones del Hotel Plaza, por la noche. Al final, quedó claro que, a pesar de los obstáculos a la
discusión antes del congreso, la mayoría de los delegados parecían sorprendentemente bien
informados y fueron capaces de transformar lo que podría haber sido una ocasión ritual en una
importante experiencia educativa.
Vinieron delegados al XIX congreso de todas partes de México, aunque tres estados contabilizaron
casi la mitad de ellos: Puebla, el Distrito Federal y Jalisco. Cerca en importancia estaban Sinaloa, Baja
California y Chihuahua, cada uno con alrededor de diez u once delegados. Nuevo León y la región de
La Laguna estuvieron también bien representados. Si bien no es posible adscribir características
peculiares a las delegaciones estatales y regionales, algunos datos se pueden subrayar. La mayoría de
los delegados del Distrito Federal (entre sesenta y setenta por cierto) estaban identificados con la
posición de los renovadores. Lo mismo puede decirse de la delegación de Baja California, excepto
que, en este caso, la mayoría opuesta a la vieja conducción del PCM era todavía mayor. Cerca de dos
tercios de la delegación de Sinaloa apoyaba la posición de los renovadores. Entre las otras importantes
delegaciones estatales, Jalisco y Chihuahua por ejemplo, la simpatía por los argumentos del grupo
renovador estaba en minoría. La numerosa delegación de Puebla era un grupo estrechamente
organizado y disciplinado en el cual las opiniones de la minoría no estaban representadas. La
delegación votaba en bloque en muchas cuestiones aunque en algunas, como por ejemplo las
relaciones con la dictadura del proletariado y el poder obrero democrático estaba dividida. Las
delegaciones más numerosas, entonces, que eran también de las zonas donde la actividad del PCM en
la universidad y en los sindicatos era más intensa, proporcionaron un sustancial monto de apoyo a los
renovadores. Fue en las regiones más nuevas, donde el crecimiento del partido era más reciente, y en
las numerosas delegaciones pequeñas, donde se concretaba el apoyo incondicional hacia las posiciones
de la conducción.
Para su trabajo el Congreso se dividió en cuatro grupos de trabajo o mesas para discutir el informe
del secretario general, las Tesis, el Programa y los Estatutos. Los últimos tres documentos se
redactaron mucho antes del congreso, en un procedimiento que mostró dos cosas: el proceso que había
hecho el PCM en la democratización del proceso de discusión interna, y también las tensiones y
contradicciones inherentes al mismo. Por primera vez, las Tesis se ventilaron en una comisión que
incluía tanto a miembros como a no miembros del comité central. La comisión de redacción era
responsable ahora frente al comité central, con lo que en la práctica se redujo la influencia de los
órganos partidarios más altos, como la comisión ejecutiva, que había dominado con anterioridad la
redacción de los documentos del congreso. Sin embargo, esto significó una limitación en un aspecto.
La nueva corriente de conciliación y compromiso permitió a cada corriente de opinión, y aun en
ciertos casos a cada voz individual, incorporar sus puntos de vista. La consecuencia fue la elaboración
de un documento plagado de contradicciones internas que permitía las más variadas interpretaciones.
Ciertamente no había escasez de temas que discutir en el XIX Congreso. Tan sólo las Tesis
contenían treinta y seis ítems (setenta páginas) que abarcaban exposiciones sobre el partido, las
tendencias del capitalismo mexicano, el Estado y las relaciones con el sistema de clases, el concepto
del PCM del “gobierno de coalición democrática”, el reemplazo del concepto de dictadura del
proletariado por el de “poder democrático de los trabajadores”, el movimiento sindical, y los
problemas de la juventud y de la mujer. Algunas Tesis implicaban alteraciones sustanciales y
controvertidas de la línea político-ideológica del partido; tal era el caso, por ejemplo, de las tesis sobre
la crisis del marxismo y de la introducción de la noción del “poder democrático de los trabajadores”.
La tesis dos, relativa a las tendencias dentro del capitalismo mexicano, establecía una ruptura
significativa con la noción de una “crisis de la estructura económico-social” que había dominado el
pensamiento partidario desde el XVI Congreso de 1973. La nueva tesis abandonaba el concepto de
capitalismo monopolista de Estado y reconocía que había habido una gran reestabilización y
crecimiento de la economía mexicana en los dos años anteriores. Otras tesis reducían el grado de
ambigüedad de algunas de las formulaciones partidarias tales como las discusiones sobre la naturaleza
del “gobierno de coalición democrática”.
Aunque la Tesis representaban un avance considerable respecto a anteriores documentos del PCM,
había numerosas áreas de debilidad. Mucho del documento está insuflado de un alto nivel de
abstracción, y hay en él un rechazo a enfrentar concretamente los problemas de fondo. Éste es el caso
particular de las tesis sobre el movimiento obrero, que no contienen una cuidadosa discusión de las
principales características de movimiento sindical contemporáneo, ni un análisis de los cambios en la
composición de la fuerza de trabajo. En otros casos, las tesis sobre el partido por ejemplo, existe una
cierta complacencia en las formulaciones, ya que no el “triunfalismo” del que muchos de los
renovadores se quejaban. Pero quizás el problema más grave era la desigualdad con que las diversas
problemáticas se plantearon. Parecía como si la comisión de redacción hubiese sido incapaz de
establecer una jerarquía; de tal modo, el documento final toma la forma de un catálogo en que todos
los ítems merecen más o menos la misma importancia. En vista del casi unánime énfasis dentro del
partido sobre la importancia de profundizar el involucramiento del PCM en la clase obrera, parece
extraño que se haya dedicado a este asunto tan poco espacio.
Cuando los delegados se reunieron al segundo día, se estableció un desequilibrio inmediato en la
discusión. Cerca de la mitad de los delegados optaron por la Mesa del Informe y puesto que el cambio
de delegados desde una mesa a la otra estaba prohibido una vez que se completaba la inscripción las
otras mesas (Programas, Tesis y Estatutos) fueron relativamente poco concurridas. En vista de que
precisamente en estas últimas mesas era en las que las discusiones político-ideológicas del día debían
supuestamente estar centradas, las preferencias de los delegados parecieron bastante desafortunadas.
Inevitablemente, sin embargo, las afirmaciones controvertidas de la cuarta sección del Informe
aseguraron que una gran cantidad de personas desearan polemizar con los juicios de Arnoldo Martínez
Verdugo y, en algunos casos, defender sus conductas y opiniones. Indudablemente algunos delegados
se vieron también atraídos por la perspectiva de discusiones en los días subsiguientes. El desequilibrio
ya mencionado se agravó en virtud de que en la Mesa del Informe sólo una sección del documento
recibió plena atención de los oradores; una vez más las controvertidas referencias a la lucha dentro del
comité central lograron monopolizar el debate.
La Mesa del Informe rápidamente adoptó un formato repetitivo y estereotipado en el que los
oradores se referían casi exclusivamente a dos o tres cuestiones defendiendo, pero más frecuentemente
atacando, las caracterizaciones del secretario general sobre la conducta y la plataforma de la minoría
renovadora. Cerca de dos tercios de los oradores eran hostiles a las posiciones de Martínez Verdugo, y
todas las intervenciones se caracterizaron por un estilo extraordinariamente desinhibido y franco (para
el común de los congresos de partidos comunistas) que claramente sorprendió a algunos de los
delegados fraternales de ultramar que presumiblemente estaban acostumbrados a una atmósfera
bastante más somnolienta en similares ocasiones. Los delegados atacaron la forma como el Informe
fallaba en diferenciar entre corrientes de opinión y tendencias, el uso caricaturizado del término
pluralismo hecho por los renovadores, y el fracaso global del Informe para explicar el trasfondo de los
errores de política y los cambios de posición. Hacia el último día de las discusiones, hubo un intento
por desactivar algo de la furia y tensiones acumuladas cuando el secretario general concordó en que
volvieran a redactar secciones de la cuarta parte del Informe con el fin de quitar las alusiones
personales y de reubicar las referencias respecto a las acciones disciplinarias en un contexto en que
quedarse claro que éstas se referían a los grupos de presión, y no a los autores del documento Por la
renovación…Por una muy estrecha mayoría (sesenta y ocho contra sesenta y uno), la mesa desestimó
la moción del rechazo completo de las páginas ofensivas, y acordó aceptar la reescritura de las cuatro
páginas según las líneas sugeridas por el secretario general. Ésta, y un número de resoluciones que
recibieron el apoyo de cerca de veinticinco porciento de los delegados, fueron entonces incorporadas a
la agenda para su discusión durante las sesiones plenarias.
LAS SESIONES PLENARIAS (JUEVES Y SÁBADO)
Las sesiones plenarias tuvieron lugar durante cerca de dos días y medio en el salón principal del
Hotel de México, lejos de la intimidad de las habitaciones en que se habían reunido las diferentes
mesas. A pesar de la mayor formalidad impuesta por la naturaleza “monumental” del nuevo escenario,
los debates todavía conservaron gran parte del vigor y la pasión de los primero días. Esto fue así
particularmente durante las discusiones sobre el “poder obrero democrático” y la “dictadura del
proletariado”, en las que los delegados del congreso estaban divididos casi por partes iguales respecto
a los méritos de la oposición de la conducción a favor de la nueva formulación. La primera votación
abierta fue extremadamente estrecha y en la segunda votación los delegados intentaron comunicar sus
sentimientos sobre el debate por medio del diferente énfasis que dieron a las palabras en las dos
formulaciones. Hubo estruendosas risotadas cuando un delegado llamado Lenin se pronunció
vigorosamente a favor de la dictadura del proletariado. El resultado de la votación hubiera sido de otro
si los sesenta miembros del comité central hubiesen votado de manera diferente. En los hechos, fue el
peso de la posición de la conducción lo que inclinó la balanza a favor del Poder Obrero, un punto que
no escapó a la atención de muchos delegados.
Los renovadores no votaban en bloque era claro que la mayoría apoyaba la retención de la
Dictadura del Proletariado, por una variedad de razones. De hecho, el razonamiento detrás de cada
voto era muy complejo y no había una clara división de opinión en torno a líneas político-ideológicas.
Antes bien, los resultados del voto reflejaban la creación de un número de coaliciones entre delegados
que a menudo poseían opiniones conflictivas. Para algunos la dictadura del proletariado significaba la
retención del clásico concepto marxista que afirmaba la base de clase de todas las formas de poder del
Estado. Para otros, se trataba de una reafirmación simbólica de la continuidad entre las concepciones
actuales sobre la estructura y papel del PCM y las anteriores y más conservadoras. Otros delegados
rechazaron el poder obrero democrático simplemente porque les preocupaba que el partido no lograra
entablar una amplia discusión sobre la nueva formulación. La oposición al “poder obrero” también
reflejaba el desafío de ciertos delegados a una línea que estaba identificada con la posición de la
mayoría dentrote la conducción del PCM. Los pocos delegados obreros, –unos cuantos del pueblo
acerero de Monclava en Coahuila y un obrero telefónico de Puebla, por ejemplo— se opusieron con
particular vigor al cambio propuesto en la plataforma partidaria. La estrecha victoria de la conducción
casi trajo consigo la renuncia al partido de los delegados de Monclava, en tanto que el delegado de
Puebla la hizo efectiva; no obstante, durante la noche se le persuadió de retirarla.
El día siguiente, quinto día del congreso, empezó con discusiones del Informe y los Estatutos del
partido. En lo relativo a los Estatutos, el cambio más interesante consistió en la decisión de abolir el
derecho automático a votar en los congresos nacionales detentado por los miembros del comité central.
En consecuencia, los miembros del comité central serían investidos con el derecho a votar sólo cuando
fueran electos como delegados al congreso por órganos inferiores del partido (comités seccionales y
estatales). De algún modo, esto era un gesto formal dado que el prestigio inherente al comité central
garantizaba que serían electos por los órganos inferiores. Pero también era un recordatorio de la
intranquilidad de la base respecto al abrumador peso del voto de la conducción en un partido
relativamente pequeño. Más concretamente, también representaba una especie de “castigo” al comité
central por parte de la base del partido a causa de su manera de zanjar la votación del día anterior.
Pero fue la cuestión del Informe la que llenó esta sesión de excitación y pasión, al punto que el tono
de los debates crecía hasta llegar a los gritos y había demandas de que la mesa fuese cambiada. La
discusión tenía por fuerza que producir el debate más intenso dado que ya se había concentrado en el
tratamiento de dos temas que habían despertado el mayor interés entre los delegados: la cuestión del
estatuto de las corrientes de opinión dentro del partido y la cuestión de la relación del PCM con la
clase obrera. El estrecho equilibrio entre las diferentes posiciones que había aparecido durante las
discusiones de tres días en la Mesa del Informe se disolvía ahora en una atmósfera de mucha mayor
simpatía por la posición de la mayoría dentro del partido aunque, como pronto se reveló, muchas de
las preocupaciones y argumentos articulados por los renovadores podían contar con la simpatía de los
delegados que no estaban afiliados con la mencionada tendencia.
El ambiente del congreso se alteró violentamente cuando Arnoldo Martínez Verdugo, en una
maniobra extraña intentó fundamentar su crítica a las tendencias sectarias de los renovadores
introduciendo una carta con detalles de una reunión de los renovadores sostenida durante el reciente
XV Congreso de la organización del PCM en el Distrito Federal. La carta mencionaba nombres y esto,
además de la sorpresiva presentación de la misma, produjo gritos de protesta por parte de un buen
número de delegados, así como acusaciones de tácticas macartistas. La reacción fue lo suficientemente
fuerte como para que la mesa se sintiera obligada a permitir a las nueve personas mencionadas en la
carta que contestaran las acusaciones.
Después de algunas tormentosas intervenciones, de acusaciones y contraacusaciones, el congreso
votó por una estrecha mayoría suprimir ciertas secciones de las cuatro páginas del informe (pp.
121-24) que habían ofendido a los delegados. Evidentemente, “el affaire de la carta” y otras
características de la sesión del viernes habían descolorido algo el brillo que normalmente rodea a la
conducción nacional del partido. Además, parecía que la inquietud sobre la dirección que tomaba la
conducción nacional se extendía más allá de las filas de los mismos renovadores.
El acto final del congreso previo a la clausura de ceremonias fue, por supuesto, la elección del
comité central, de sesenta miembros. Un cínico podría concluir que en realidad de esto trató el
congreso. Sin embargo, si bien la composición del nuevo comité central era una cuestión importante
para la mayoría de la gente, aún más importante en el XIX Congreso fue la forma en que tuvieron
lugar las elecciones. Hubo varias innovaciones en los procedimientos electorales y se dio a notar una
más vigorosa participación de la mesa de delegados de la que se había visto en ocasiones anteriores. El
proceso electoral fue complejo y vale la pena analizarlo en detalle. Una lista inicial de setenta y dos
candidatos fue confeccionada por la comisión de candidaturas, integrada por cinco miembros elegidos
por el saliente comité central. Ninguno de los cinco miembros reflejaba la posición de la corriente
renovadora. Después de discusión en el comité central, la lista se aprobó con enmiendas menores. E el
seno del Congreso la comisión de cinco miembros se amplió para incluir a un miembro de cada una de
las delegaciones regionales y estatales. En este punto los delegados del Congreso tenían derecho a
hacer propuestas para la membresía del comité central a la comisión, que después del debate votó por
una nueva lista de setenta y dos candidatos. Todo estaba listo ya para que la sesión plenaria pudiera
elegir al nuevo comité central.
La comisión de candidaturas del XIX Congreso estaba obligada a presentar para la discusión a los
setenta y dos candidatos que acababa de votar, más a todos aquellos otros candidatos propuestos que
no figuraban en su lista. Los delegados podían ahora debatir los méritos de todos y cada uno de los
candidatos propuestos, y tenían derecho, además, a proponer más nombres todavía. Esto significaba un
avance importante en la democratización de los procedimientos del congreso.
La discusión fue vigorosa y, a menudo, amarga; muy pocos delegados se mostraron inhibidos al
comentar las cualidades de los diferentes candidatos. Fue así como la candidatura del secretario
general de la delegación de Veracruz fue furiosamente criticada por delegados de su propio estado. La
votación misma fue un proceso cansador y complicado que mantuvo a los delegados en el salón
principal hasta las cinco en punto de la mañana del domingo. Las complicaciones fueron, en parte, el
resultado de otra innovación procesual propuesta por el comité central y aceptada por el Congreso.
Ésta consistía en dividir la votación en dos vueltas. Según se argumentaba, esto aseguraría que todos
los miembros del nuevo comité central fueran por una mayoría de al menos cincuenta por ciento más
un voto. En la práctica, la decisión de dividir a los candidatos en dos listas significó también que la
posición de los candidatos renovadores quedara debilitada. El sistema de votación directa habría
asegurado la elección de posiblemente una docena más de renovadores.
La elección produjo un comité central con un equilibrio de fuerza muy similar al del saliente
comité, con miembros de la corriente renovadora ocupando unas trece posiciones. El patrón de votos
mostró cuán flexibles eran los sentimientos y simpatías de muchos delegados. Varios candidatos
renovadores fueron elegidos con ciento cincuenta a ciento noventa votos, en tanto que la fuerza
“formal” de la corriente renovadora en el Congreso no pasaba de los setenta. Evidentemente, algunos
de los planteamientos de la crítica renovadora recibieron una respuesta favorable por parte de
delegados que no estaban comprometidos totalmente con la posición de la minoría.
Las elecciones ejemplificaron la mezcla de democracia de base y “dirección” de la conducción que
caracterizaron al Congreso en general. La conducción del partido siguió estableciendo claramente los
parámetros para el proceso electoral, y el prestigio y la “autoridad moral”, combinados con el control
de los procedimientos, todavía dio a “sus” candidatos una decidida ventaja sobre otros. Por otra parte
los delegados al congreso impusieron su voluntad en varias ocasiones para ampliar y democratizar la
votación y la discusión. La tensión planteada por estas tendencias opuestas del Congreso fue evidente
en las primeras reuniones plenarias del nuevo comité central. En el primer pleno la reelección de
Arnoldo Martínez Verdugo como secretario general no fue unánime. Cierto número de votos los
obtuvo Gilberto Rincón Gallardo, a quien se identifica como el miembro de la vieja conducción que
más simpatizaba con un diálogo estrecho con el grupo de la minoría. A pesar de este modesto aunque
muy desusado desafío a la conducción del secretario general, la composición de los órganos
recientemente elegidos de la dirección y comisiones del comité central implicó muy pocas concesiones
a las corrientes minoritarias. De este modo no hubo representantes de la corriente renovadora en la
nueva Comisión Política y el código de procedimientos aprobados por el segundo pleno pareció
proponer restricciones importantes a las discusiones dentro del comité central.
CONCLUSIÓN
Dado que se esperaba tanto del XIX Congreso es justo preguntarse qué es lo que el Congreso logró
durante su larga semana de deliberaciones y los no menos largos (casi un año) debates y discusiones
que lo precedieron. Los logros deben ser claramente reconocidos y se centran en gran parte en torno a
los importantes adelantos logrados en la conquista de la democracia partidaria interna, al nivel de los
estatutos del PCM, sus estilos y prácticas. Por primera vez en la historia del PCM se ventilaron en
público diferencias de opinión dentro del comité central en un congreso nacional sin provocar
divisiones y expulsiones. Todavía más significativo, a pesar de las tremendas pasiones y la franqueza
de la discusión, que por momentos tomó la apariencia de un ejercicio terapéutico, la abrumadora
conclusión que puede extraerse de dicho evento es que para la mayoría de los delgados se trató de una
experiencia profundamente educativa, aunque frecuentemente dolorosa, y que estuvieron en guardia
para resistir cualquier tentativa de acallar o aun disciplinar opiniones disidentes.
Los estatutos del partido también experimentaron un proceso de democratización importante. Los
contactos horizontales entre los órganos del PCM quedaron legalizados lo que señala un avance
importante en el desarrollo de la discusión interna en el partido. Se aprobaron medidas para que las
opiniones minoritarias (que recibieron el apoyo del 25% o más de los votos en algunas sesiones)
pudieran expresarse en sesiones plenarias del congreso nacional. La influencia dominante ejercida por
el comité central en los congresos de algún modo se redujo en virtud de la abolición del derecho
automático a votar disputado anteriormente por los miembros del comité central. Finalmente, el
proceso de elección de miembros del comité central fue significativamente ampliado para facilitar una
mayor participación en el proceso de denominación por parte de los delegados. El impacto acumulado
de estos cambios significó un debilitamiento del carácter ritual del congreso nacional y el
fortalecimiento de su función como una experiencia de aprendizaje para la base del partido.
Quizás fue esta función educativa de los debates la que también contribuyó a uno de los muchos
aspectos negativos del XIX Congreso: el carácter repetitivo y estereotipado de gran parte del debate y
su excesiva concentración en dos o tres cuestiones. Cualesquiera sean las causas del desigual
tratamiento de cuestiones (y está claro que la respuesta de la conducción al reto renovador contribuyó
al desequilibrio del debate) el Congreso no pareció nunca aproximarse al cumplimiento de las
expectativas creadas en su torno. Si los militantes del PCM, y más generalmente la izquierda
mexicana, esperaban que el XIX Congreso proporcionara una clara perspectiva sobre el futuro,
entonces sus esperanzas no se cumplieron. Más que proporcionar un foro para clarificar la “línea” del
partido, el Congreso significó un escenario para el primer desempeño público de una lucha partidaria
interna desde 1960; y a los competidores les dio una oportunidad para medir fuerzas fuera de la
estrecha arena del comité central.
[Traducción de Sauri Lola Jaled Díaz

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